Alejandro Meola

Caminando a ciegas

    Él pensaba, tan tranquilo como siempre; bueno, en realidad su serenidad se debía a la droga que estaba consumiendo. Los pensamientos no eran malos, no le atormentaban. A pesar de la pelea que había tenido recientemente, él estaba calmado como una pequeña hoja del escueto monte que yacía bajo su mirada, a pocos metros de distancia, dando a su balcón.

    Su abrigo le quedaba a la medida, parecía un preadolescente de 12 años cuando entra a su primer año de secundaria: bastante dócil e inocente. Escuchaba música, los auriculares negros como su ropaje eran algo incómodos, pero los acomodaba con suavidad para no lastimar sus orejas. Era precavido evitando cortar un cable incorrecto que le hiciera estallar como una bomba atómica, tal y como hacía un rato.
 
   Esa canción, esa voz; Henry D´Arthenay le hacía recordar a una época no muy distante y alegre, en la que una chica, quien fuera ángel caída alguna vez, le abrió las puertas a una forma encarecidamente prismática de ver la vida, a través de conversaciones a veces largas, a veces cortas, pero que eran del disfrute de ambos. Sus músculos se relajaban ferozmente con el pasar de los segundos, de los minutos. Se sentía fuera de su estancia, ya no estaba en San Fernando. Veía lo que ya había visto noches atrás, pero con unos ojos distintos a los de antes; escuchaba lo que siempre había escuchado todas las noches a esas horas, pero con un sonido diferente; observaba su ambiente de convivencia diaria, pero al mismo tiempo sabía que estaba poniendo los pies sobre un paisaje deformado y cambiado a voluntad de él, de su mente.
 
    Observó a un autobús pasar: puertas cerradas, ventanas oscuras, humano al volante. ¿Qué tenía este vehículo de distinto con los demás? Quizá que cuando se perdió en el otro extremo de la calle, él perdió una oportunidad más de montarlo e ir hacia su destino. Perdió la oportunidad de alejarse, cuando otros fueron los que se alejaron de él. Algo no le permitía hacer lo mismo. De repente aparece un gato, un felino, un animal. Asoma su cabeza y un poco de su cuerpo cerca de la casa vecina, ve hacia un lado, y él le clava la vista. El animal camina sin prisa hacia ese monte, el monte que estaba a pocos metros de su balcón. Pareciera que aún no se da cuenta de que una presencia lo observa en la oscuridad, pero, ¿y si es la presencia quien está siendo observada en realidad?
 
    Lo llama. Hace un sonido con ayuda de su lengua para captar su atención, el gato alza un poco la cabeza y lo ve a él, quien le hace una seña con dos dedos diciéndole que se acerque. El felino le saca la mirada de encima y continúa con su labor de acurrucarse sobre el monte. Sigue escuchando la música, repite la misma canción una y otra vez, tonos suaves que le llenan la cabeza de buenos recuerdos con su difunta ángel, su arcángel o su principada, hacía pocos meses atrás. Pega el cuerpo del muro; se está debilitando físicamente, pero su cerebro no deja de emitir brillo, no deja de emitir pensamientos que desembocan en un río de excitación y notas mentales como: "qué buena es la vida", "qué bien me siento", "quiero tener un gato".
 
    Lo llama por segunda vez, en esta ocasión el animal está un poco más alejado, pero sigue en el monte. Hace el mismo sonido con la lengua y cuando su inesperado acompañante lo mira, él vuelve a pedir con sus dedos que se acerque. Cómo le gustaría acariciarlo un poco, recobrar algo del sentido del tacto, volverse a sentir vivo y en contacto con otro ser vivo. El gato lo ignora, por segunda vez. Él mueve la cabeza lentamente de un lado a otro, buscando nuevas tierras para ver y deformar, buscando nuevos nombres para dar, buscando nuevos objetos para inventar y hacerles pasar a la historia de un mundo ficticio que solo él y unos pocos esbirros conocen. No encuentra nada que no le resulte familiar, todo está intacto y hay paz, aunque sea momentánea. Pensó en su amada, en la persona con un corazón que quisiera compartirle y un alma pura como el aire que respiraba en ese momento. ¿Dónde estaría la reina con la que moriría abrazado? ¿Existiría aunque sea? Tales preguntas rodeaban sus buenos pensamientos con una soga de perdición, de desesperanza. Pero él seguía, jamás se iba a rendir.
 
    Lo llama por tercera vez, pero de su boca sale un lánguido escupitajo que cae velozmente al suelo; saliva negra. El gato lo ve, y él le hace la misma seña para que se acerque, pensando en que obviamente no lo hará. Para entonces había perdido las esperanzas en eso, en tener un acompañante. El gato lo ignora, por tercera y última vez. Recapacita: si fuera verdad eso de que "a la tercera va la vencida", ¿entonces por qué el gato no se acercó, después de que lo llamó tres veces? ¿Por qué sus acompañantes se habían marchado, después de haber sido más de tres en toda su vida? ¿por qué no había tomado ese autobús, después de haber visto más de tres en toda su vida? ¿por qué sus superiores lo veían como un loco confundido, después de haber argumentado cosas cuerdas más de tres veces en toda su vida? ¿por qué seguía vivo, después de intentarse matar más de...? Un segundo, ¡NO! no había intentado quitarse la vida más de tres veces, habían sido dos por lo que él recordaba. Entonces miró la calle por la que el autobús había desaparecido y se preguntó: "¿Y si cruzo muy lentamente? Tan lento como muevo mi cabeza de un lado a otro esperando a que no vengan autos, esperando para poder caminar hacia un nuevo capítulo en mi vida". Se lo imaginó por un segundo. Un auto colisionando con su cuerpo, él cayendo fuertemente en el pavimento y muriendo desangrado, pero con la mirada hacia el cielo, hacia las estrellas.
 
Solo bastó un minuto para pensar en esto y el gato ya no estaba, se había marchado, se alejó de él, como otros hicieron en el pasado. Paró la música, se quitó los auriculares, dejó de consumir la extraña sustancia, respiró hondo una vez más mirando a San Fernando desde su balcón, y regresó a la realidad.

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Veröffentlicht auf e-Stories.de am 03.11.2014. - Infos zum Urheberrecht / Haftungsausschluss (Disclaimer).

 

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