Jona Umaes

Nunca es tarde

          Antonio nació un primero de abril en una casa rural. Sus berreos se anticiparon al gallo que aún dormía. Su padre, Julio, un hombre tosco y seco, siempre muy disciplinado, previendo que la criatura podía llegar en cualquier momento, recalcó al médico del pueblo que lo sacaría él mismo de la cama si no acudía a su llamada en cinco minutos. El pobre matasanos se ve que lo tuvo en cuenta y, cuando sonó el teléfono aquella noche, no se molestó ni en quitarse el pijama. Se puso su bata y allá que fue como alma que lleva el diablo.

          A Julio, le duró la emoción del momento, lo que dura el sabor de un chicle. El lloriqueo agudo del niño le estaba perforando los oídos. Por lo que a él respectaba, cumplió acompañando a su mujer, María, en el parto. El tiempo había pasado volando y ya hacía un rato que el gallo dio los buenos días. Se estaba haciendo tarde para comenzar la jornada en el campo. Antes de partir, llamó a su cuñada, para que estuviera con su mujer mientras él estaba ausente.

          La vida en el campo era dura. A muchos hombres se les adhería al carácter. Julio no siempre fue así. Fue el devenir de los años, las dificultades, y los malos tragos lo que le cambió. En el fondo era un trozo de pan, pero la responsabilidad le podía y debía llevar una disciplina férrea en su día a día para sacar a la familia adelante.

          En el colegio, Antonio no fue un niño que destacara. Se distraía constantemente en clase. Siempre estaba haciendo dibujos, en vez de atender. La profesora le llamaba la atención cuando lo pillaba distraído. Por suerte, era una maestra con vocación. Le comunicó a la madre lo de los dibujos y le hizo saber que el niño tenía un don con el lápiz. No había que ser muy lumbreras para darse cuenta de que un crío tan pequeño tuviera tal facilidad para hacer los dibujos tan bien definidos.

          En una ocasión, el colegio hizo una excursión a la ciudad. Fueron a visitar un museo. Entre las muchas piezas de arte que vieron había numerosos cuadros. Antonio quedó impresionado con aquello. Mientras el resto de niños veían las pinturas como algo sin importancia y hasta con aburrimiento, él miraba y se fijaba en los detalles. Le atraían sobremanera. Aquel día volvió muy contento a su casa. Cuando le contó cómo había sido la excursión a María, le brillaban los ojos.

          Conforme Antonio fue creciendo, aprendió de su padre el oficio del campo. Completó los estudios básicos y no continuó con su formación. Tenía que aportar a la casa. Sus padres tuvieron más de una trifulca a causa de la insistencia de la madre a que el niño recibiera clases de dibujo. Quería que desarrollara su talento, pero Julio era muy terco. Pensaba que era una pérdida de tiempo. Aquello no le iba a dar dinero. Artistas había a patadas, era un mundo en que había que tener mucha suerte o conocer a alguien importante para que lo lanzase al éxito. Era un hombre corto de miras que vivía el día a día. Con los pies bien plantados en la tierra, solo creía en el trabajo duro, y en recoger los frutos. Realista hasta la médula, no le gustaba depender de la suerte. Antonio no decía nada. Él era feliz con sus dibujos. Los hacía en cualquier momento de receso. No entendía a qué venían esas discusiones.

          Llegaron malos tiempos, el campo dejó de ser rentable. Tras mucho meditarlo, Julio pensó en venderlo y montar un negocio. María le apoyó en la decisión. Tenían que estar muy unidos en esos momentos de crisis. De esa forma, compraron un bar. El nuevo proyecto iba viento en popa. Fue una decisión acertada en la que los tres se vieron implicados. El trabajo requería constante atención y Antonio tuvo que dejar de lado el dibujo.

          Los años pasaron y el niño se convirtió en hombre. En el bar fue donde conoció a la que, a la postre, se convertiría en su mujer, Penélope. Sacó a relucir su talento artístico y con eso la encandiló. Ella era ingeniera informática. Cogió el relevo de María en cuanto a intentar impulsar el arte que atesoraba el joven. Internet aún estaba en pañales, pero ella sabía dónde buscar para mostrarle fotos de pinturas, concederá de cuánto le gustaba a Antonio. A él se le ponían los ojos como platos al ver aquellas fotos. La chica fue más allá. Le regaló un caballete y pinturas para que diera rienda suelta a su imaginación.

          T​​​​odo aquello estaba muy bien, pero el trabajo del bar daba poco margen para practicar con los pinceles. Tras un tiempo tratando de avanzar, finalmente terminó por aparcarlo. No podía sacrificar parte de su descanso por la pintura. Al día siguiente le esperaba otra nueva jornada, y debía estar fresco. Su chica lo lamentó, pero respetó su decisión.

          En un abrir y cerrar de ojos, el bar se transformó en restaurante. El tiempo, implacable, se había llevado a los padres de Antonio y este quedó en solitario para regentar el negocio. Sus hijos le echaban una mano cuando se acercaban a verle. Al contrario que él, habían continuado sus estudios y ya tenían sus propios trabajos. Antonio se regocijaba de aquellas visitas. Penélope trabajaba desde casa. Había montado allí su oficina y era su propia jefa.

          Se acercaba la hora de la jubilación para ambos. En una charla del matrimonio:

—Deberías ir pensando en encontrar a alguien de confianza para el negocio. Tú ya no estás para darte esos tutes.
—¿Me estás llamando viejo?
—Sí, ja, ja. Yo también estoy cansada, no creas. He perdido mucha vista con tanta pantalla durante estos años. Me gustaría viajar y ver mundo ¿Sabes?, si no lo hacemos ahora, luego vendrán los achaques y no podremos.
—Tienes razón. Ya es hora de parar. ¿Y si vendo el restaurante?
—Bueno, es una opción. Menos preocupaciones. ¿Y luego, qué harás?
—No sé. ¿Viajar?
—¡No, tonto! ¡Eso, por descontado! Me refiero a que tendrás que buscarte una ocupación. ¿O vas a estar todo el día sentado, viendo la televisión?
—No tengo ni idea. ¿Y tú?
—Yo me dedicaré al jardín. Sabes que me gustan mucho las flores. Es algo que me relaja.
—Me ocuparé del seto. También me gusta el jardín.
—De esto nada. ¡Copión! ¡Ese es mi hobby! Tú te buscas el tuyo.


          Hacía tanto tiempo que no pensaba en la pintura que no se le ocurrió hasta que se topó con una caja de lata, en el fondo de un baúl, que contenía fotografías de sus padres y dibujos suyos, de cuanto era un renacuajo. Aquello le puso melancólico. Habían pasado muchos años. Recordó las discusiones de sus padres por su causa. Para él, pintar era como un juego, nada le divertía tanto.

—Ya sé qué haré cuando me jubile —le dijo a Penélope, en otra ocasión.
—¿Ah sí? ¿El qué?
—Pintar.
—No sé por qué, pensaba que ibas a tardar más en darte cuenta.
—Muy graciosa. Eres tan lista...
—Alguien tenía que serlo.
—Yo también te quiero.
—Pareces triste.
—He estado pensando. Si, en su día, le hubiera hecho frente a mi padre con las clases de dibujo, quizás ahora sería alguien en el mundo del arte.
—No digas eso. Si hubieras hecho eso, seguramente no nos hubiéramos conocido y, en estos momentos, quién sabe dónde estarías. ¿Te arrepientes de tu vida de ahora?
—¡Por supuesto que no! No la cambiaría por nada del mundo.
—Aún nos quedan muchos años. ¡Antonio, ahora podrás cumplir tu sueño de pintar! ¿Qué tal empezar por un cuadro de mí en el jardín?
—¿Te gustaría? Lo haré encantado. Pero antes, tengo que ponerme las pilas. ¿Me ayudas a buscar cursos por internet?
—¡Claro! Vas a sacar el genio que llevas dentro. ¡Ya lo verás!
—Gracias cariño. Pero, ¿y qué hay de ti?
—¿A qué te refieres?
—Tú sabes de dónde te viene la afición a la jardinería.
—¡No sigas por ahí! 
—¿Hasta cuándo vas a estar con eso? ¿No crees que ya es hora de perdonar?
—¡¡¡Él me abandonó!!!
—El perdón no es para él, sino para ti. ¿Por qué no haces una cosa? Confecciona una bonita corona de flores y se la llevas. Le gustará. Sé generosa, aunque él no lo fuera contigo.
—No se lo merece.
—Tienes que despedirte. ¡Aún no lo has hecho! Te quitarás un peso de encima, de verdad. ¡Iremos juntos! ¿Quieres?

 

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