Fue con ocasión de mi primera defecación matinal cuando me ocurrió aquella
horrible cosa. Lo que debió de ser un motivo de gozo - pues sólo los viejos
cagan después de desayunar y aquello suponía mi puesta de largo para la edad
adulta- se convirtió en una pesadilla estampada a fuego en mi memoria.
Recuerdo que era un esplendoroso día de mayo sobre las ocho de la mañana.
Tenía examen en la facultad y estaba sentado en la cocina, con un ojo
repasando apuntes y con otro viendo unos dibujos animados vascos con
subtítulos vascos. Mi padre se levantó a prepararme el desayuno (mi madre
aún no había regresado a casa…), puso ante mí un tazón de leche y,
¡sorpresa!: una caja de cereales de una marca desconocida para mí. En un
principio me negué a mezclar con la leche aquellos copos que me resultaban
tan extraños. Por las letras de la caja yo diría que eran turcos o armenios
y despedían un aroma intenso a cordero viejo asado. Resignado, eché un
puñado en el tazón y aguantando la respiración tomé un par de cucharadas. El
caso es que no estaban nada mal. A decir verdad, sabían de puta madre.
Bastante mejor que los copos de mi marca de siempre. “Ya te lo dije. Son los
mejores…” _ exclamó con satisfacción mi padre sosteniendo ante mí la nueva
caja de cereales con la mano izquierda y señalándola orgulloso con el dedo
índice de su mano derecha.
Todo transcurría con normalidad cuando, justo a la hora de echar a andar,
sentí en el centro del estómago unos fuertes retortijones. Seguí andando por
el pasillo e incluso llegué a tomar el ascensor, pero no había llegado abajo
cuando las punzadas habían aumentado tanto su frecuencia como su intensidad.
Aquello era insoportable. Pensé un instante en resistir y someter a mi
esfínter a una heroica contracción toda la mañana, pero el peligro de
escagarruziarme era más que evidente, así que decidí dar marcha atrás y
obtener pronto alivio en el baño de casa. Una vez sentado, estuve
deponiendo, como en mí era habitual, pero notaba algo extraño en el proceso.
No era ni de coña como había sido siempre. En primer lugar, estaba
deponiendo a intervalos de tres minutos con pausas de veinte segundos.
Aquella frecuencia era totalmente extraña a mi persona y, por otra parte,
las miles de terminaciones nerviosas que atestaban mi mucosa rectal no
podían en absoluto enviar a mi cerebro una información falaz: la textura de
las heces que estaba excretando era singularmente densa y compacta. Aquello
me era completamente ajeno.
No dí mayor importancia a aquellas sensaciones tan nuevas para mí, hasta
que, al terminar la defecación y proceder a la profilaxis anal descubrí con
horror la causa de tanta extrañeza: ¡había cagado de color azul turquesa!.
Sí, amigos, sí: un buen montón de heces de un color azul turquesa perfecto.
Apenas sí pude contener un grito de horror ante la visión allí, al fondo del
inodoro, de aquella cosa que había salido de mi vientre… ¿Qué diablos era
esa jodida mierda azul turquesa? ¿Cómo había podido mi cuerpo fabricar esa
absurda mixtura de belleza cromática y pestilencia? ¿Habría sido
consecuencia de la ingesta de la nueva marca de cereales momentos antes…?
Por un brevísimo instante pensé que se trataría de algún líquido
desinfectante azulado que estaba allí previamente, pero, iluso de mí, me
miré la mano derecha donde aún sostenía tembloroso la nívea sabanita de
papel higiénico que, refrendando mi horror, aparecía impregnada con
abundante cantidad de deyección azul turquesa. Presa del pánico salí
corriendo por el pasillo, con los pantalones bajados medio tropezando al
encuentro de mi padre:
- ¿Qué son esos gritos hijo? ¿Qué ocurre?
- ¡Padre! ¡Padre! ¡Ay, Dios mío! ¡He cagado azul!
- ¡Pero qué dices loco!
- ¡Vaya a verlo padre, yo ya no tengo valor…!
Tras hacer la oportuna comprobación mi padre volvió a mí, pálido, con el
paso lento y los ojos de sorpresa más abiertos que jamás había visto en él.
Nos fundimos en un fuerte abrazo y entre lágrimas dijo: “Llamaré enseguida a
una ambulancia. Tú cámbiate de gayumbos”. Me sacaron en camilla por el
portal donde había cierta expectación de los vecinos. Pude de refilón oír a
la del cuarto que comentaba con otras viejas: “Dicen que ha cagado azul. Eso
va a ser un tumor cerebral. La pasó lo mismito a una sobrina de mi cuñada.
Pobre…”. Ya dentro de la ambulancia, camino del servicio de urgencias, mi
padre sostenía mi mano con fuerza:
- No te preocupes, hijo. Todo saldrá bien.
- Padre, ¿soy humano…? _ le repetía una y otra vez.
El equipo médico de urgencias estaba de lo más confuso. Un primer examen
superficial no sirvió para aclarar nada. Me hicieron varias radiografías,
palpaciones abdominales y otras tantas pruebas, pero nada de nada: todo
estaba normal.
- De momento no encontramos nada anómalo. Necesitamos hacerle otras
pruebas más sofisticadas y recoger una muestra de heces. Tendrá que quedarse
al menos cinco días con nosotros amiguito… _ dijo el médico con tono
preocupado.
- Pero, doctor… ¿no nos puede dar alguna pista de lo que le pasa?_
le replicó mi padre.
- Lo siento, he mirado hasta en Google. No puedo decirles nada… Que
el muchazo nos avise cuando le entren ganas de cagar.
Al día siguiente lo pasé bastante mal. Me estuvieron metiendo cables y otras
cosas por el culo y me atiborraron a pastillas que tomaba casi a cada hora.
Como resultado de todo aquel jaleo y que además había perdido completamente
el apetito, caí en un atroz estreñimiento que no hacía más que prolongar
aquel suplicio. Al tercer día de ingreso, la amable y gordota enfermera que
me ponía los supositorios (estaba en una clínica de pago…) perdió los
nervios y cogiéndome furiosa por las solapas del pijama me gritó a la vez
que me agitaba con violencia: “¡Cague de una vez o le pongo un enema de
medio metro con aceite de ricino!”. Pero no hubo manera.
Al sexto día la expectación sobre mi caso había traspasado no sólo los muros
de la planta de estomatología, sino del mismo hospital. La noticia había
salido en el periódico local y de ahí saltó a algunos diarios nacionales.
Pude ver en la tele de la habitación como periodistas y fotógrafos acosaban
a mi padre a la entrada de la clínica:
- ¡Por favor, señor! ¿Ha depuesto ya su hijo?
- No haré declaraciones. ¡Por favor señores, déjenme pasar! _
contestaba mi padre abriéndose paso entre flashes y micrófonos.
También recibí llamadas de ánimo de algún concejal, flores, cajas de
bombones laxantes, un peluche de Papá Pitufo sentado en un retrete y hasta
una carta de la secta de los “Seres de Luz Azul” diciéndome que yo era el
“enviado”. El punto culminante fue cuando en el telediario de mayor
audiencia de la noche dieron la noticia en la sección de curiosidades y
majaderías, donde incluyeron además unas declaraciones del eminente
estomatólogo sueco, Premio Nobel de lavativas, Doctor Ingmar Flatulens en su
mismísima consulta de Goteborg: “Sin duda estamos ante un caso excepcional.
La verdad es que no tengo ni puta idea lo que pueda ser señores…” _ dijo.
Nueve días llevaba ya sin defecar y la dirección de la clínica, que se
estaba jugando su prestigio, me presionaba para someterme a un terrible
enema que llevaba el jugo de una planta laxante del Amazonas, utilizada
con éxito durante miles de años por la tribu de los indios disentéricos. Me
negué en redondo a que me metieran más porquerías por el recto,
prometiéndoles que a la mañana siguiente tendrían su cagada azul como el
cielo más despejado que hubieran visto nunca. De nada sirvieron mis
promesas. Aquella noche, cuatro hombre vestidos con monos negros ajustados y
pasamontañas (entre los que pude reconocer a mi padre) entraron en mi
habitación y tras amordazarme con tesa film y darme bruscamente la vuelta en
mi lecho de estreñido, me propinaron una irrigación de tomo y lomo tras lo
cual escaparon por la ventana. Una hora después, amordazado, indefenso y
asaltado por inconfesables retortijones, mi esfínter capituló cagándome
literalmente hasta la cintura y cayendo rendido en un pestilente sueño.
Al despertar, lo primero que vi fue al equipo médico a mi alrededor,
provistos de mascarillas y con cara de muy, pero que muy mala ostia.
- Recoja sus cosas y váyase. Se encuentra Ud. perfectamente, sucio
farsante. Aquí tiene Ud. el alta. _ imprecó el director de la clínica con
brusquedad.
- Hijo, hay otras maneras más cristianas en la vida de alcanzar
notoriedad y fama. Si deseas confesarte, déjalo para otro día… _ dijo el
sacerdote adscrito a la clínica con una pinza en la nariz y saliendo a toda
prisa de la habitación.
Perplejo y apestado, me incorporé y ví ante mí la causa de tanta
contrariedad: allí estaban las sábanas todo deyectadas de un saludable color
pardo arcilloso. Nada de azul turquesa. “Tú estercobilina te ha abandonado,
chaval…” _ me dijo con una sonrisa compasiva una limpiadora que retiraba
toda la porquería de la cama.
Los días posteriores al alta fueron asimismo duros. Nos dieron de baja a
toda la familia en la tarjeta sanitaria. Mi padre y yo, sumidos en una
profunda depresión, nos emborrachamos solos en casa varias veces con
enjuague bucal azul con la esperanza de que el fenómeno se repitiera y
limpiar mi honor. Eso sí, jamás volví a cambiar de marca de cereales.
F I N
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Veröffentlicht auf e-Stories.de am 02.12.2010. - Infos zum Urheberrecht / Haftungsausschluss (Disclaimer).
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