Pilar Ana Tolosana Artola

El callejón

 

 

     Era una mañana aburrida. Más que esto, era repetitiva y monótona; sabía exactamente lo que venía tras el ruido ensordecedor del despertador, tras el escalofriante toque del agua fría de la ducha, y tras el desayuno agrio que me solía preparar.

 

     Y llegados a este punto, cabe hacerse tres cuestiones:

 

     ¿Por qué mi despertador tenía una alarma tan indeseable y tan soez? Cambiar el maleducado e intempestivo chisme sería la solución más fácil, pero mi tía me lo había regalado al hacer la Comunión, y lo conservaba atenazadamente, aunque sólo fuera por un sentimiento cariñoso hacia ella, que cuando yo era pequeña me había sacado de tantos entuertos, aludiendo a que mis faltas eran debidas a mi pronta edad. Y a su despistada manía de tolerarme demasiado

 

     ¿Por qué me duchaba con agua fría? Porque mi amiga Merceditas sentenciaba que de esta forma, los poros de mi piel se abrían, y así se dejaba a la piel que respirase. No entiendo de dermatología, pero yo creo que mis poros estaban ya hasta preparados para que acampasen microscópicos duendes irlandeses… Todos, vestidos de verde, para que hicieran juego con la epidermis a menta y clorofila, con que aquel gel del hiper que utilizo diariamente, supongo que me ambientará superficialmente.

 

     Y finalmente, ¿por qué me sale el café del desayuno tan acre? Es una incógnita que jamás voy a despejar, y tendré que asimilar que por los años de los años que me quedan por vivir, después de convidarme con este mal gusto que oprimirá mis entrañas hasta dejarme sin aliento, ni iniciativas de escupir el fatal café, me hará salir a la calle con un tremendo mal humor que nadie se explicará, y yo manifestaré con frescura supina, no teniendo ganas de declarar a esas horas de la mañana las causas de mi agresiva cara de perro.

 

 

     Cada día me acotaban preguntas tan tontas como éstas, pero lo mejor era no darles importancia; acababan resumiéndose. Podían ser el principio de una psicoticidad muy rara si me obsesionaran.

 

     Esa alborada, me encontré, cuando me dirigía a la oficina, a la novia de un compañero de trabajo. Estaba muy cariñosa, más de lo normal. Incluso me dio dos besos; tras despedirse, cogió el callejón de al lado, ese que estaba cerrado con un muro y no conducía a ninguna parte.

 

     Me fui de allí sin advertirle, porque tenía el tiempo justo, sin embargo sí que esbocé una tibia sonrisa de arpía y bicha, que me animó sutilmente.

 

     A la vuelta ,reapareció la misma muchacha de la aurora saliendo del mismo callejón.

 

  - ¿Será miope? ¡No va a saludarme! ¿Habrá estado dando vueltas por aquí  hasta ahora? En ese callejón no hay nada -, monologaba yo.

 

     La joven era la misma, no obstante parecía distinta; su ropa era otra, su figura antes esbelta, ahora parecía endémica, y no dejaba de mirar al cielo, como si esperara que Superman apareciese volando.

 

 

     Me di prisa en volver a casa; estaba hambrienta. Entre que se descongelaban los guisantes y me comía un trozo de pan, debatí fogosamente conmigo misma si debía pasarme por aquel callejón, que yo invariablemente habría creído en otras ocasiones desierto y sin interés alguno.

 

     Mi curiosidad pudo más que mi cordura, asimismo, me decidiría.

 

 

 

        

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