Eduardo Crespo de Nogueira

Presidente


Aún de  madrugada,  Presidente  atravesó el  barrio  chino, el  ensanche,  la  avenida sepultada en la niebla, el portal gigantesco y brillante de Torre Vidrio, ya en el centro mismo de Parque Empresarial. Presidente agradeció la intensa luz  eléctrica, y  la  calefacción.  Presidente superó  sin  pronunciar  palabra el mostrador de minifaldas, el pasillo hasta el ascensor inteligente, los diez pisos de toses de mentira, el notición de fútbol, la antesala de macetas exóticas y oyentes de radio. Presidente sintió el placer de hundir los pies en la moqueta color caldera que se extendía bajo los muebles de su despacho. Presidente colgó el abrigo en la percha de acero traída del último viaje a Singapur, o a Zurich, o a Helsinki. Presidente apuró de un trago el café de Colombia que encontró servido.
 

 
Presidente cayó en el sillón de piel negra, tecleó la clave del Cajón de Abajo, y extrajo
la Carpeta de Informes del Consejo. Al hacerlo, asomó un cartoncillo  de  colores  vivos,  principales.  Amarillo.  Azul.  Rojo.  Ah,  sí,  la  postal  de Carlota desde Tegucigalpa. El verano pasado. Presidente carecía de tiempo para recordarlo. Por la puerta auxiliar del despacho se accedía al estrado de
la Sala de Juntas. Presidente ocupó su lugar, en
la Mesa, en el Centro. Musitó un buenos días al que respondieron con sendos zumbidos los escasos  presentes, y  después  permaneció  callado,  esperando  a que acabasen de aparecer los Impuntuales, todos con sus trajes impecables e idénticos, y sus caras de sueño, de rutina, de agobio.
 

 
El verano. Los bosques. Los senderos. Los campos. Tampoco este año había ido de viaje. La playa entre las dunas. Recordó los paseos sin rumbo de la adolescencia. Se vio de nuevo alumno en las lecciones de Ciencias Naturales con Don Celso, un hombrón de otro tiempo que guardaba lagartos en formol, y custodiaba bajo siete llaves muestras perfectas de topacio y de casiterita.  Presidente  aprendió de  Don  Celso el respeto por
la Variedad, el valor del Silencio, la importancia de las aves pequeñas. Seguían sin terminar de acomodarse las Eminencias del Consejo, los peinados tirantes, los mofletes rojos, las camisas azules, las corbatas sin remedio amarillas. Lástima de colores principales. Don Celso leía a Ortega y a Reclús, porque, a diferencia de Presidente, procedía de tiempos en los que el Gobierno no limitaba
la Historia a las batallas, ni
la Geografía a las fronteras.
 

 
Don Celso creía vitales las lecciones prácticas sobre el terreno, y Presidente las usaba a su modo. A menudo subía en solitario a un altozano de
la Sierra, una desnuda colina de berruecos que dominaba la planicie. Desde la cumbre volcaba su mirada, como un balde de agua que se precipitase entre los pliegues y fisuras de aquellos familiares territorios, girándose despacio hasta completar la vuelta, asegurándose una imagen cabal y duradera. Con paciencia iba recogiendo saludos de las aves, quejas de las espigas, sonrisas de las ovejas, piropos de las flores. A ver si es verdad que podemos abrir de una bendita vez el Pleno del Consejo.
 

 
Una mañana de marzo fue consciente de la brutal ausencia de árboles en la llanura. Un par de encinas en las primeras pendientes, el tieso ciprés de algún minúsculo cementerio, y aquel bosquete negro y retorcido de pinos piñoneros en tierra de nadie. Eso era todo. Nada más en la inmensidad del llano. El desafío que Presidente esperaba. La bóveda azul de la mañana bajaba con limpieza al horizonte, y desde allí, acercándose hasta envolver los pies de la atalaya, se extendía por la planicie inabarcable una marea cereal, ámbar y oro, una rompiente en amarillo puro. Definitivamente, sí. Bajo el Imperio Azul mandaba el Amarillo.
 

 
Continúan llegando tarde Consejeros, irrespetando colores principales. Presidente vio con claridad lo que faltaba, comprendió de golpe
la Tarea pendiente. Había que construir una pelota. Pero no una pelota común. Debía ser una Pelota Singular, digna de aquel escenario, y deseosa de fijar en él su residencia para siempre. Una Pelota Roja. Roja, como un tomate maduro, y liviana, como una pluma de ganso. Pero ante todo, una Pelota Grande, muy grande, mayor que el Instituto, que
la Alcaldía, que
la Iglesia. Una Pelota Roja Tan Grande Como Un Pueblo. Cuando estuviera completamente inflada, roja, ligera, enorme, allá en la era, declararían Fiesta, y acudirían de la comarca los pobladores formando romería, y llegarían señoras, y jóvenes, y niños, muchos niños sin frenos, para juntarse todos en torno a Presidente, y darle por fin Color y Quórum al Consejo, y a
la Pelota su primer empujón. Con cada impulso rodaría sobre la llanura, apenas apoyándose en la mies, y al llegar el ocaso la dejarían ir, y Pelota se sentiría libre  para  cambiar  de  rumbo  ante  los  Vientos.  
 

 
En  adelante,  
la  Gran  Pelota  Roja habitaría entre el Azul y el Amarillo, y el lugar que así formaban sería contemplado por todos desde el Mirador de Presidente, en la colina. Señores Consejeros, se inicia
la Sesión. Punto Único del Orden del Día: Manual Corporativo de Estrategias para Jugar al Sol con el Paisaje.
 

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